Esta es la última vez que te escribo, créeme.

Llegaba a casa otra noche más. Como si fuera una cualquiera.

Me costaba escribir. Menos mal que el autocorrector del Word me corregía en todas las faltas de gramática y ortografía que cometía. No porque no sepa escribir, sino porque el alcohol que había ingerido apenas media hora, era el suficiente como para no saber ni lo que estoy escribiendo ahora mismo.

Hay varias formas de medir el tiempo y la calidad del mismo, pero yo siempre lo he medido en copas de vino: si bebo al mismo tiempo que la persona  que tengo sentada enfrente mía, las cosas no van bien; sin embargo, si bebo más rápido que dicha persona, es porque estoy ansiosa por pedir una segunda copa más para alargar la conversación. Es como si quisiera parar el tiempo, que siguiera hablándome de todas aquellas cosas que yo puede que nunca llegue a vivir.

Se me cierran los párpados en señal de que ya es suficiente por hoy, pero si no plasmo todo lo que pienso, no podré dormir tranquila.

Quizás es que tengo el don (o la desgracia) de pensar lo suficiente como para poder escribir sobre ello a cualquier hora del día y en cualquier situación.

Después de conocerte a ti, pensaba que lo había conocido todo; que ya no necesitaba nada ni nadie más. Estaba sorprendida porque nunca llegué a pensar que alguien sería el definitivo, dado que todas mis amistades apostaban que yo sería la última en encontrar la media naranja. Y te encontré (o me encontraste, según como lo quiera ver cada uno).

Eras una persona interesante, por eso me enamoré de ti. No por el hecho de que tu torso fuera como un Dios griego o porque tuvieras una cuenta bancaria sin pozo ni fondo. Fue porque eras tú. Siempre lo fuiste.

Y estabas sentado a mi lado, pidiendo que te liara un cigarro porque no habías cobrado el mes pasado, así que estabas sin dinero, sin tabaco. Lo que nunca te llegué a decir es que desde que te conocí, yo tenía el corazón en una eterna bancarrota, que daba igual cuantos besos me dieras, siempre estaba en negativo. Todo lo que tenía te lo daba a ti, y a mí apenas me quedaba para sobrevivir. Te quejabas porque acostumbraba a tener la nevera vacía. Nunca entendí por qué. Si te hubiera confesado que con tus besos no hacía falta tener un Mercadona debajo de mi casa, ¿qué me hubieras contestado? Porque eso era lo que yo quería: desayunarnos, comernos, cenarnos. Absorber cada una de las gotas de sudor que nos dedicábamos mutuamente siempre que nuestros trabajos, los horarios y los huecos en las apretadas agendas… nos dejaban.

Era paradójico pensar que, ahora, una de las personas a las que más aprecio he tenido en todo este tiempo, ahora ya no estaba.

Rabia contenida en pastillas de morfina.

Sabes que siempre he estado en contra de todas aquellas personas que se niegan a verificar lo que está pasando a su alrededor, que el autoengaño ha matado más vidas que las balas en un campo de batalla, que creé una trinchera por si volvía al principio: a las mañanas vacías y las noches de calles oscuras y personalidades camaleónicas.

– Las manos me sudan mucho siempre, es un problema de no saber controlar mi cuerpo.

– No me da asco. Todo el mundo suda.

– No sabes lo que dices, esto da asco.

– A mi me parece sexy.

– Nunca entenderé cómo una persona como tú no tenga prejuicios ni con nada ni con nadie. Algún fallo debes de tener y aún no he sido capaz de encontrarlo.

– Siempre he odiado las etiquetas, deberías de saberlo ya. 

– Siempre tan tú y yo tan capullo.

– Considérate afortunado, me gustan los capullos. 

– Y a mí me gustas tú. 

 

No recuerdo tu cara, ni tu cuerpo. Ni de cómo me besabas o acariciabas. Solo sabía que ahora las manos me sudan a mí constantemente. Y eso hace que me acuerde de que alguna vez tuve esa conversación. Una de las pocas que recuerdo de las millones de cosas que llegamos a compartir y debatir. He olvidado tus caras de asombros por todas mis conversaciones en las que me cuestiono la existencia humana mientras inhalo humo y lo trago acompañado de vino, pero recuerdo estar juntos en el sofá e irme corriendo a escribir algo que se me acababa de ocurrir en ese momento. Me hacías cosquillas con tal de enseñarte qué era lo que se me había pasado por la mente en ese mismo momento, y yo te apartaba de un empujón porque siempre me dio vergüenza que supieras que cada palabra que escribía me recordaba a ti y a todas las personas que llegué a querer. Que siempre le escribía a mi pasado porque era la única forma de saber que yo había existido más allá de este momento y que me recordaba quién había sido y mostrado en quien me había convertido.

Me despierto de la cama, sobresaltada. La cabeza me da vueltas, pero no es nada que un buen Ibuprofeno pueda solucionar. Comienzo a recordar cada momento de la noche anterior, buscando tu cara. Ya no la recuerdo. Caigo en la cuenta de que no fuiste tú quien me invitó a beber, sino otra persona. Qué raro fue no verte aparcado enfrente de mi casa. Tú y tu absurda manía de tener el seguro de las puertas del coche activado. Yo y mi manía de pensar que algún día podría subir a tu coche sin que tuvieras que quitar antes dicho seguro. Creo que eso reflejaba tu vida emocional: siempre protegiéndote, vigilando quien iba a aparecer y tomar la decisión de si dejarle entrar o no. Por eso, quizás, me tenías entrando y saliendo de tu vida a tu antojo, aprovechándote de tus propias necesidades y olvidando que yo también tenía las mismas. Siendo egoísta. Siendo, efectivamente, el capullo que me dijiste que eras y que yo me negué a creer. ¿Cómo alguien tan alucinante podría llegar a hacerme daño? Sabía que había demostrado ser el pez que iba a contracorriente, así que imaginé que podrías valorarme como nadie lo había hecho hasta entonces.

Creo que descubriste que era inteligente e ingenua a partes iguales.

Enhorabuena, supiste jugar bien tus cartas.

Entonces entendí que a pesar de creer que nunca te superaría, ya estaba dispuesta a dar un paso más. Que te fuiste, que me apartaste de ti. Sin explicaciones, sin quemar ningún contrato: ese que una vez creamos y al que día que pasaba, día que le añadías más cláusulas. Esas que yo tanto llegué a odiar y llorar suplicando que jamás las cumplieras, porque mi amor por ti siempre fue incondicional.

Otras caras, otras camas, otros besos.

Y yo con ganas de conocer al mundo entero, sabiendo que algo mejor me esperaba. Que me habías hecho mejor persona.

Nunca habrá nadie como tú, pero sí alguien hecho para mí.

Alguien que me abra las puertas de su coche y me lleve al fin del mundo.

Y, a pesar de todo, no he perdido la esperanza ni las ganas de conocer más. De descubrir que tenía la sociedad preparado para mí. De más copas de vino con personas que no fueras tú. De cigarros para uno o para dos.

casas1

 

No seré tu esposa, no tendré tus hijos. Esa no es la vida que elegiste para mí.

Pero daremos las gracias por haber sido nosotros los elegidos.

Por habernos visto a tiempo.

Por habernos dejado cambiar un poco la vida.


Nuria Baviera: @nuriabaviera

Deja un comentario